LA PASCUA: DINÁMICA DE ETERNIDAD
- Carlos Calatayud Brito
- 1 abr 2020
- 4 Min. de lectura

Según los Evangelios, Jesús murió el viernes de la Pascua Judía, por la tarde hacia la hora nona, que en la nomenclatura de la época son cerca de las 3:00 de la tarde.
Desde tiempos muy antiguos, los cristianos han ajustado los calendarios para recordar esos momentos y vivir, desde la experiencia personal de cada uno, el atroz sufrimiento de Jesús, su muerte y resurrección. Esto es lo que la Iglesia ha llamado desde siempre la Pascua Cristiana.
La Pascua, como tal, no es sólo "una celebración de la resurrección". Los cristianos no celebramos la Vida de Jesús desde una perspectiva meramente histórica, de la misma manera en que un admirador de Napoleón Bonaparte celebra el día de su nacimiento, o en la manera en que en las escuelas del país se llevan a cabo las "efemérides" de la historia de México con una puesta en escena donde los alumnos se visten y actúan como los grandes héroes de la Patria.
La Pascua es algo más que simplemente "recordar" o "celebrar" el gran acontecimiento de la resurrección. La Pascua es una experiencia... Es la vivencia personal de la Vida misma de Jesús.
Y el Verbo se hizo carne…
El Verbo es Dios y vive en Dios desde toda la eternidad. Los cristianos siempre hemos afirmado que el Verbo es una de las tres personas de la Trinidad de Dios.
Con el misterio de la encarnación, el Verbo, que no se encontraba en la historia ni en la materia, ni en el espacio, entra en una dinámica nueva: se historiza, se hace materia, se hace carne y adquiere una dimensión espaciotemporal, al igual que cada uno de nosotros desde el momento en que empezamos a existir. El Verbo nunca deja de pertenecer a la eternidad de Dios, pero su participación en esa eternidad es única e inigualable. Nunca, ningún ser, desde los inicios de la creación, tuvo semejante participación en la eternidad divina durante toda la historia desde que iniciaron el tiempo y el espacio.
Las reflexiones teológicas, después de muchos esfuerzos por entender el modo en que el Verbo se relacionaba con el cuerpo de este hombre llamado Jesús de Nazaret e hijo de María, llegaron a la conclusión de que Jesús era una sola persona (la Persona del Verbo), pero tenía dos naturalezas y dos voluntades (la humana, propia del hombre que caminaba, hablaba y respiraba; y la divina, propia del Verbo eterno encarnado).
El Verbo encarnado, en su nueva existencia humana, se comportaba exactamente igual que cualquier otro ser humano: necesitaba dormir y alimentarse; sufría sed y cansancio, a veces se impacientaba y se indignaba, pero también sonreía y era tierno y cariñoso con los más vulnerables (los enfermos y los niños); también sentía la obligación de cumplir con sus deberes religiosos al visitar el templo y estudiar la historia sagrada de su pueblo. Al igual que cada uno de nosotros, tenía sentido de pertenencia, se sabía judío y se comportaba como tal y dentro de ese mismo contexto.
La Semana Santa nos introduce de manera espiritual, folklórica y muy bella (dentro de tradiciones antiquísimas) al gran misterio de la humanidad de Jesús. Es desgarrador leer el texto de Juan en el que Poncio Pilato, autoridad romana en la provincia romana de Judea, grita: “He aquí el hombre” y ya Jesús se encontraba a la vista de todos llevando la corona de espinas y el manto de púrpura (Jn 19,5). El contexto en que Juan describe estos acontecimientos son dramáticos y ese mismo drama lo experimentamos todos en la vivencia del Triduo Sacro.
Y el hombre se hizo eternidad…
Pero la historia de este misterioso Hombre-Dios, no termina en el horizonte inhóspito de la muerte. Jesús, que había sido martirizado de la manera más espantosa y terrible, ante la mirada atónita de sus discípulos y de su misma Madre, se levantó de la muerte. Murió ese oscuro y triste viernes Santo, pero resucitó un plácido y sereno domingo de Pascua.
Al resucitar, Jesús entra en una dinámica especial y muy particular; su cuerpo humano, antes histórico, material y limitado, entra a la eternidad de Dios en plena y total identificación con el Verbo divino, segunda Persona de la Trinidad.
Por medio de la celebración de la Pascua, el creyente entra a formar parte de la vida misma de Cristo. De la misma eternidad de Dios.
Cada Cristiano, en su propia limitación y grandeza humana, con sus pecados y virtudes, sus errores y aciertos, etc. Es decir, en su particular realidad, al entender y vivir la Pascua, desde esa misma pequeñez tan suya es asumido por el Verbo de Dios encarnado en Jesús, que se encuentra en esa nueva realidad (es decir, con cuerpo humano), en el seno de la Trinidad por siempre.
Por Jesús, sabemos todos que resucitaremos. Con Jesús tenemos esa capacidad de resurrección a pesar de nuestra realidad mortal. Y en Jesús ya hemos todos resucitado de alguna manera. Por eso se dicen esas palabras en la misa: Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los Siglos de los Siglos, amén.
La nueva vida de Cristo no es sólo de Cristo, es también nuestra. Su triunfo es también el nuestro. Así como el Verbo adquirió las características de “verdadero hombre” con su encarnación, también el hombre, todo hombre y mujer, adquiere las capacidad de eternidad propia del “verdadero Dios” con su resurrección.
Es un misterio difícil de desentrañar, que hemos de meditar continuamente, pero un misterio que la Pascua Cristiana nos trae cada año y que es centro de nuestra fe.