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EL RIESGO DE SER CRISTIANO


La sangrienta flor del cristianismo

Paul Claudel, el sublime poeta católico del siglo XX entretejió, a propósito de ser cristiano, unas palabras que siempre me han parecido envueltas en drama y enigma pero que apuntan a algo muy real: "la sangrienta flor del cristianismo". Pues si bien es cierto que ser cristiano es volver a plantar una flor en el jardín del Paraíso, no lo es menos que el precio de la redención humana sea la sangre preciosa derramada en la Cruz por el Hijo de Dios y la de tantos seguidores del Maestro al paso de los siglos sobre los vastos horizontes del mundo.

Durante la persecución religiosa en México, en los años en que se pensó insensatamente que un pueblo sin religión sería presa fácil de una ideología totalitaria, muchos católicos leían en la clandestinidad relatos de los primeros mártires del cristianismo, de aquellos de toda edad y condición, desde débiles doncellas hasta ancianos venerables, que dieron el testimonio supremo de una fe madura entregando la vida entre salmos y cantos espirituales. Esos relatos, tomados de los libros bíblicos o de las actas de los procuradores romanos, vigorizaron los músculos del alma de quienes dejaron este mundo, pronunciando como acto de fe: ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva la Virgen de Guadalupe!

Esas memorias parecían haberse archivado y se pensaba, sobre todo después de las declaraciones internacionales a favor de los derechos humanos, que sólo la referencia histórica a un pasado superado podía hablar de aquellas persecuciones y martirios. Pero no ha sido así. La sangrienta flor del cristianismo no se ha marchitado, por consiguiente ser de veras cristiano constituye un riesgo en nuestro mundo actual.

Dos estilos de persecución

El siglo XX y los años transcurridos del XXI nos han puesto delante dos estilos de persecución. El primero es la manifestación explícita y sanguinaria que parecía lejana después del genocidio armenio y las crueldades nazis y comunistas, pero que en fechas recientes se ha presentado y recrudecido, sobre todo en el Medio Oriente, en forma de asesinatos a sangre fría, destierros y exclusiones. El Islam combatiente ha resurgido y, aunque no todas sus víctimas han sido cristianos, esta tendencia es tan real al grado que el Papa Francisco y el patriarca ruso Kyril han hablado del "ecumenismo de la sangre"; es decir, de la orientación persecutoria hacia un origen y una fe básicamente comunes.

El segundo estilo de persecución, sutil y silencioso, abarca cada vez más espacios en la cultura, las legislaciones y el destierro de límites morales en naciones de tradición cristiana. Los "avances" en relación con la disolución de la familia, la pérdida de la identidad natural de los sexos, la falta de respeto a la vida humana, los obstáculos para la manifestación pública de las convicciones éticas y de fe, así como el desprestigio artificioso, fomentado en los medios masivos de comunicación, de los valores cristianos, del sacerdocio, la vida religiosa y el matrimonio, son realidades que más que exponer el futuro del cristianismo lanzan a una especie de suicidio colectivo a la sociedad occidental.

El degüello de un sacerdote: invitación a reflexionar

El 26 de julio de 2016, cuando se disponía a la celebración de la Eucaristía en su parroquia de San Esteban de Rouvray en la región francesa de Normandía, fue degollado bárbaramente por un militante islámico el padre Jacques Hamel, anciano pacífico con más de cincuenta años de ministerio revestido de sencillez, siembra de esperanza y conciliación.

La reacción primera fue de sorpresa, cuestionamientos e indignación. Más tarde, se cayó en la cuenta que atentados como ése, realizados por fanáticos aislados con vínculos ideológicos pero no asociativos, son imposibles de prever por más que se amplíen las redes de seguridad. Por consiguiente, el camino conveniente es la reflexión. A ese propósito, el padre dominico Emmanuel Pisani subrayó: "Permanecer fieles a Cristo es aceptar la prueba de la Cruz, pero también comprometerse por la paz con todas las fuerzas, defenderse contra la maldad cuidándonos del endurecimiento del corazón que puede acecharnos en situaciones de miedo o de confusión". Un emocionado editorial del periódico católico La Croix comentó el dicho del salmo 129: "que estén tus oídos atentos al grito de mi plegaria", grito de dolor ante el misterio del mal. Y en la celebración eucarística de la catedral de París del miércoles 27, estando presentes las más altas autoridades francesas, el cardenal Ving-Trois, arzobispo parisino, elevó dramáticamente su voz: "¿Cómo no dirigirnos a Dios y cómo no pedirle cuentas? No es faltar a la fe gritarle a Dios. Al contrario, es conveniente invocarlo cuando los acontecimientos parecen poner en entredicho su poder y su amor". En su homilía llamó la atención ante de la tentación de confundir y debilitar los lazos sociales "desarrollando un universo virtual de polémica y violencia verbal... Rechazamos entrar en el delirio del complotismo y de gangrenar nuestra sociedad con el virus de la sospecha". Hizo un llamado a suplir el odio con la esperanza que es "el proyecto de reunir a la humanidad en un solo pueblo no por medio del exterminio sino por la convicción y el llamado a la libertad. Esta esperanza está en el corazón de la prueba que nos prohíbe tomar el camino de la desesperación, la venganza o la muerte".

La voz vibrante del arzobispo de París puede sonarnos lejana, pues vemos lejos el terror islámico y parece que no nos damos cuenta del avance de la disolución de las fuerzas morales de nuestro pueblo ni de la sospecha, el silencio o la gestación venenosa que ocupan el resentimiento, ante la proliferación de la violencia y la corrupción, en lugar de la semilla de esperanza que perfila los rasgos auténticos del riesgo de ser cristiano.


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